Por Sergio Jesús Fernández - 13 de Junio de 2010
“Al ver llorar a María y a los judíos que la habían acompañado, Jesús se turbó y se conmovió profundamente.
-¿Dónde lo han puesto? -preguntó.
-¿Dónde lo han puesto? -preguntó.
-Ven a verlo, Señor -le respondieron.
Jesús lloró.
-¡Miren cuánto lo quería! -dijeron los judíos.”
Juan 11: 33-36
Considero que la felicidad es un estado emocional temporal como la risa. Nos reímos de vez en cuando, unas veces más que otras. Hay momentos en los que nos desternillamos de la risa y hay momentos en los que nos reímos con menor intensidad. Hay a quien lo hacen reír cosas que a mí, ni remotamente, y viceversa. Por eso pienso que la felicidad es más o menos algo así. No conozco a nadie que esté todo el tiempo riéndose, ni conozco a nadie que esté todo el tiempo feliz. Son situaciones temporales como las estaciones del año, que vienen y se van, pero que siempre regresan para luego volver a marcharse.
Me consuela pensar que por cada instante feliz que llega a su fin, siempre habrá otra vivencia feliz que lo substituya, aunque a veces la intensidad de esos destellos de felicidad varíe de acuerdo con las circunstancias. En otras palabras, creo que la felicidad no es un punto de destino en este azaroso viaje de la vida, con sus paisajes a veces terriblemente abrumadores, más bien la felicidad está en los momentos en los que nos regocijamos al pasar por lugares con paisajes increíblemente hermosos e inolvidables.
Sin embargo, creo en la paz interior como estado permanente del ser humano y como estado o condición que el ser humano puede elegir por sí mismo. El ser humano tiene el libre albedrío de elegir y mantener su paz interior, y sabemos que existen diferentes escuelas (léase disciplinas) filosóficas y religiosas para conseguirlo. Aunque reconozco que muchos confunden erróneamente “felicidad” con “paz interior”.
“La paz os dejo, mi paz os doy: no como el mundo la da, yo os la doy. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo.” - Juan 14:27
Querámoslo o no, la felicidad es transitoria, viene y va, aunque a algunos les dé vergüenza reconocerlo en público. Es prácticamente imposible sentirse feliz tras la pérdida de un ser querido, o tras desgracias con repercusiones planetarias como el 9-11 en EEUU, o el tsunami en el área de indonesia, o el más reciente terremoto en Haití. ¿Quién no se estremece y se conmueve hasta lo más profundo de su ser luego de escuchar la noticia sobre la violación y muerte prematura de un menor de edad a manos de un pedófilo? ¿Quién no ha llorado de dolor, de rabia y de impotencia luego de ver los estragos producidos por una guerra en una población civil inocente? El propio Jesús se turbó, se conmovió y hasta lloró ante el dolor de los familiares y amigos del fallecido Lázaro, según nos lo enseña la palabra de Dios.
Desde que nacieron mis hijos, la felicidad me abandona cada vez que uno de ellos se enferma. Igual me ocurre ahora con mis nietos. Reconozco que no puedo ser feliz conociendo el sufrimiento ajeno, y más aún si ese sufrimiento lo padecen personas allegadas. La felicidad se ausenta sin que podamos hacer mucho al respecto, sin embargo; la paz interior siempre puede estar con nosotros y proporcionarnos el equilibrio emocional necesario hasta que nos llegue el próximo episodio de felicidad.
La Biblia nos dice: “Sabemos que somos hijos de Dios, y que el mundo entero está bajo el control del maligno.” 1 de Juan 5:19. Por eso yo reconozco públicamente que, en este mundo en el que nos ha tocado vivir, la felicidad no es un estado permanente para los seres humanos que amamos a Dios y a nuestro prójimo.
No hay ejercicio tan importante para la paz interior como el de ser honesto con uno mismo y con los demás.
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